Desde pequeños estamos rodeados de una cultura que persigue y penaliza el error. Cuando yo iba a la escuela, aquel que se equivocaba era penalizado con una nota inferior y aquel que suspendía era castigado a repetir. En casa no estaba bien visto el suspender y era a menudo entendido como una predicción de cómo sería la vida de adulto y en concreto nuestra carrera profesional.
El error estaba considerado como un defecto, como un fallo en el sistema que en el mejor de los casos era debido a una falta de disciplina y en los peores en un “defecto de fábrica” que podía ser considerado motivo de vergüenza.En este contexto, lo normal era intentar esconder los errores o evitarlos no arriesgando.Ambas conductas son muy peligrosas y han condicionado mucho nuestro propiodesarrollo profesional.
El querer esconder los errores puede provocar un ausencia de análisis de las razones que han llevado a él y por tanto, entorpecer el proceso de aprendizaje que es lo que nos permite progresar tanto el vertiente profesional como personal.
No querer arriesgar es tanto o más peligroso ya que nos devuelve conservadores, miedosos y no nos deja escapar de nuestra zona de confort que es precisamente donde pasan las nuevas experiencias y también el aprendizaje.
Nuestra sociedad ha criado a gente avergonzada de sus errores y conservadora pero ahora que las cosas no van bien, se nos pide que arriesguemos y que seamos valientes. No parece demasiado justo.
Hay que aprender de nuevo a ser valientes, a educar en el valor del riesgo y de la autoestima. A valorar la importancia de aquellos que salen de esta zona de confort y que se equivocan una y otra vez hasta que les sale bien.
Hay que respetar el error como quien respeta el héroe caído en una batalla: alguien que fue valiente y cayó, no ridiculizarlo o denigrarlo lo para aquellos que nunca lo han intentado.
Hay que actuar desde la escuela para que esta cultura de lo fácil y seguro cambie por lo incierto pero potencialmente enriquecedor. Enseñando a los niños a valorar el saltar más lejos y volar más alto. Hay que invertir en autoestima colectiva comenzando con cada individuo en particular. Sólo así estaremos suficientes seguros para realizar todos los pasos que el futuro nos tiene preparados.
Pero quedan todos los que ya han pasado por la escuela. ¿Que haremos el resto? La escuela es aquel lugar donde pasamos muchas horas de nuestra vida sometidos a esta doctrina, pero ahora estamos en la calle, y ahí fuera lo que nos encontramos es una hipnosis colectiva donde sin quererlo, todos nosotros perpetuamos esta doctrina en contra del fracaso sin ser conscientes cada vez que no queremos hablar de lo que nos ha ido mal, cada vez que no aceptamos un error o cada vez que desalientan a alguien para que lo intente.
Todos nosotros tenemos un papel en estos momentos: tenemos la responsabilidad de intentarlo, el derecho a equivocarnos y la oportunidad de comunicarlo a los demás para que vean que en el intento no hay nada más que una demostración de coraje.
Pero si todavía no somos suficientes valientes para hacerlo, podemos alentar a los que sí lo son y sobre todo, no juzgarlos cuando las cosas no les salgan como querían. La gente tiende a olvidar que el éxito frecuentemente llega justamente después del último fracaso.
Ahora más que nunca hay que arriesgar y darnos cuenta que quizá perderemos pero que si ganamos no sólo ganaremos económicamente o socialmente, ganaremos en autoestima. Nos habremos demostrado que podemos hacer más, más de lo que pensábamos y que por lo tanto, también nos merecemos que nos pasen cosas mejores.
Ya basta de pensar que son los demás que si les salen las cosas bien, que nosotros siempre somos los de la mala suerte. No importa la suerte, importa el coraje de seguir empujando lo que haga falta, pero que el freno nunca sea el miedo a hacerlo mal o aún peor, a no ser lo suficientemente buenos. Por que realmente si que somos lo suficientemente buenos, pero no lo sabremos hasta que no arriesguemos y tanto si caemos como si no, al menos nos habremos probado que si somos dignos de ser lo que somos y de lo que seremos.
Pero insisto: es una tarea de todos. No todo el mundo tiene que arriesgar. No todo el mundo tiene que ser igual, pero no quita que los que no puedan o no sepan tirar del carro no puedan ayudar a los que si. Ahora es el momento de alentar, animar o estimular para que los que arriesgan y hacen, sigan siendo ejemplos vivientes de que si se puede. No importa lo que digan los demás, hay que seguir avanzando.
Como decía Henry Ford: “Aquellos que creen que algo es imposible no deberían molestar a aquellos que lo estamos intentando”.
Tomado de http://talentinstitut.com/coaching-con-pnl/arriesgar-para-aprender_29/
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